Fueron tantos los años que pasé sumido en el engaño,
años en los que mi simplicidad no me permitió
conocer la verdad que se extiende
de una orilla a otra de la Tierra:
las esperanzas no se rompen.
De inmediato
surgen todo tipo de objeciones,
el “se rompen cuando algo se pierde”, el “muere
al final”,
pero hoy les ofrezco nuevo conocimiento,
no hay misterio en ello.
Es
imposible que se rompan.
Un cristal, el silencio, un pacto, una vasija de
cerámica,
todos los huesos del cuerpo,
el papel donde se escriben cartas de
amor;
todos ellos son susceptibles de ser rotos,
pero no las esperanzas.
Al
final no hay mucho por decir,
y entonces se hace necesario preguntarse
¿qué es
una esperanza?,
y algunos dicen cosas como
“es la confianza de que se obtendrá
lo que se desea”,
y yo miro al cielo mientras susurro
por centésima vez que no
se pueden romper.
No se trata de que sean inmunes y que jamás dejen de existir,
por supuesto que no;
pero no se puede destrozar ni hacer pedazos
algo que ni
siquiera es una cosa cierta.
Quiero decir que la naturaleza de las esperanzas
no alcanza para concebirlas como algo cierto.
Son apenas destellos
intermitentes en donde
todos desean ver la fogata más grande del mundo;
y los
destellos no se rompen,
ni las partículas de polvo,
ni las medias sonrisas,
ni
los suspiros ahogados;
la esperanza es una brisa imaginaria,
una llamada que
jamás se realiza,
una cita donde nadie acude,
un grito que pierde el camino de
los pulmones a la boca.
Esperar es pararse frente a un espejo que no refleja.
La esperanza no puede romperse porque jamás ha sido.
Ni el tiempo la ha visto,
ni la luz la ilumina,
ni el sol la quema, y el dolor… el dolor tiene mejores
cosas por hacer.
Y es así de sencillo: en medio de todo lo que existe,
de la
vida y la muerte,
del bien y el mal,
de la risa y el llanto,
la esperanza nunca
basta,
y por supuesto, no puede romperse.
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