Postales sin fecha



Cómo quisiera poder escribir hasta el cansancio,
hasta que cayera la última gota,
la que colma el vaso y la que deja completamente vacío;
soy un intento apenas de aquello que no lograré conocer,
en pos de lo cual muero a cada momento
y me voy cubriendo de arena, quedando más y más atrás,
 hasta que un día ni siquiera los restos puedan encontrarse.
Habrá entonces otro que llevará en su pecho
inscrito el nombre que poseo,
y dirá que soy este, y puede que lo sea,
aunque las opciones se multiplican en todas las direcciones;
un trozo de cristal que se atraviesa entre los tiempos que,
si se unieran, verían romperse el cielo
envuelto en música y lluvia sin tregua;
pasado y futuro que envían postales sin fecha,
mientras arde la ciudad donde se libraron mil batallas,
donde la paz fue siempre una ilusión lejana,
y la verdad fue un mendigo a orillas de las sucias calles;

gota que rompe el espejo al chocar contra su sombra. 

Tranquilidad




Pero no voy a sonreír y formar universos,
si apenas me alcanza para convencer
al del espejo de que estoy listo para salir,
mientras mi cama me mira con recelo,
augurando desdicha en el caminar.

Y hoy mientras comía en la calle más pisoteada
de la ciudad, a mi lado una pareja se sentó,
y ella se quejaba de hambre profunda,
y vertía en la cara de él un ácido reclamo por no alimentarla;
y yo pensando en por qué no pedí más comida,
y en si ya será la hora de ir a buscar una respuesta,
o si debiera esperar a que la luz del sol
dé quince o cincuenta vueltas más.

Cuando dejé de buscar la salida encontré una definición,
y fue mi regalo de consuelo por el abandono de mi cordura,
y dije que «lo que me da tranquilidad es, de hecho, esta falta de tranquilidad»,
y al mirar en el pozo vi una explicación profunda,
mas la urgencia por cruzar la calle
—por la línea amarilla— siempre fue mayor.

En medio de una espada y un fusil logré incrustar la cabeza,
y no hubo dardos de tiempo que no se clavaran
en el pecho descubierto de aquel que
en una tarde de primavera pensó si los feligreses
tienen permiso para tocar la campana;
pero no, entrar a la iglesia a preguntar no era una buena idea,
y al fin de cuentas:
 ¿a quién le ha de importar si otro tiene un crédito que no usa?
Poesía bajo candados a base de lágrimas.

Lo que me da tranquilidad es/fue/será
lo que me da miedo es mirar al fondo
de la explicación y encontrar a los sueños
que tiré por la ventana cuando ni siquiera tuve casa;
pero hoy no diremos más de lo que se derramó
como río al tocar la puerta —o acaso fuera un timbre—,
y entonces pensamos en cuál será la mejor manera
de llenar estas hojas casi blancas que se plantan
contra un carbón milenario en lucha por la libertad;
¿a cuántos años se fue la ilusión?

Pero hay una objeción y la desconozco,
debiera ser, debiera no decir,
mas no hallamos el candado de cajón de poesía,
y lloramos lágrimas de alcohol y fuimos felices,
y fuimos héroes lanzados en lucha a muerte con el suelo,
y el ganador levantó su mano indicando
el color de la sangre derramada por los inocentes en la ciudad.

Hay dos seres en mi cabeza que se debaten mi destino,
y todo se reduce a comer maíz o trigo;
encuentro que en la primera versión todo funciona,
y corro a gritarlo, como alguna vez alguna ramera;
pero no somos osos polares yendo al norte ni al mar;
pero no sé/sabemos cuál nombre llevará aquel verso
que se dibuja en el rincón de mi intranquilidad,
y todo es una paradoja escondida en el fondo,
 mirando a la superficie donde los sueños juegan a saltar la cuerda de la vida.