Prehistoria

 





Después de este verso
quemaré la mitad de mi vida,
arderá la hoguera que alumbre
el resto del camino.
Cuando pase esta noche
ya ninguno tendrá el mismo nombre,
y al cruzarse en el mundo no se reconocerán;
al final de esta línea el tiempo se reinicia,
cae una gota lentamente,
cae sin remedio en el vaso colmado
y se estrella y salpica la noche
mientras la luna bosteza el cielo abierto.
Se estrella contra la realidad inasible,
el desencuentro de la ilusión,
la brusca rebelión de los sueños,
el insaciable abismo
que nos invade los momentos de calma.

Manto estrellado




Podría esta noche dormir en cualquier lugar del mundo,
descubierto al fin forastero incorregible,
incapaz del reposo bajo el techo del hogar sagrado.
Puede ser esta noche o puede también ser
cualquiera de todas las noches del mundo,
habré de sentarme en la madrugada
con la sensación de que hago algo importante,
y escribiré sobre las posibilidades
de mirar mi rostro en un charco,
y sobre lo difícil que resulta adivinar las miradas furtivas;
pero no sé cuál momento será,
inhóspito, salvaje,
me ciñe el pesado bulto siempre onírico,
y caigo al vacío y comprendo que ese momento no será hoy.

Leve anhelo





Quisiera drenar los lastres de mi vida,
escribir como quien consulta el alma
y venda las heridas por la guerra,
ataca los invasores de su reino;
pero no sé ni para qué escribo,
invento propósitos y misiones divinas,
grandes gestas literarias que no logro comprender siquiera;
mi caminar es apenas un silbo imperceptible,
paja arrastrada por el viento,
fugitiva, incapaz de abrir los ojos
y elegir el sitio donde morir.


Atardecer





Las hojas me rozan con el resto de su tiempo,caen desde los árboles de la primavera,
y prestas llevan mensajes invernales a las calles de la ciudad.
Siempre hay un rumor oculto entre la bruma citadina,
y siempre suena el río plagado de piedras y basura;
atrae la mirada de curiosos
mientras recorren el mismo camino de las hojas,
tratando de entender los mensajes del futuro temeroso.
La escena da siempre el mismo giro
y alguien pierde la sonrisa,
agotado por la falsedad y las luces artificiales,
que no logran guiar a buen puerto.
De camino al corazón todos hemos llorado en silencio,
sospechando apenas que esta tarde el otoño tomará sus maletas secas,
y quedaremos desamparados entre las calles,
atrapados entre el frío bajo el pecho,
y la brisa que arrastra la esperanza.

Caravana

En una calle de cierto pueblo ha ocurrido una desgracia: en el suelo yace una triste figura ancestral, la ropa empolvada y por todos lados vasijas y utensilios de barro y mimbre. Alrededor se han reunido espectadores indecisos, que casi en silencio observan al anciano incorporarse, tomar su sombrero y levantar una por una sus cosas; al fin todos se animan y le ayudan a reponerse y seguir su camino. Más arriba un sol de atardecer observa la escena, queda meditabundo mientras se inclina suavemente hacia las montañas.

Cae la noche sobre la humanidad, y en una pequeña habitación, única luz en todo el pueblo, un hombre traza líneas sobre la mesa; se le puede ver el cansancio bajo los ojos, la mirada sumisa ya, pero prosigue en su labor silenciosa. Pensará acaso que en ello le va la vida, o puede que escriba cartas importantes, o cándidos poemas de amor. El alba trae por fin el sueño a su cuerpo, y la luna lo ve partir a los laberintos del reposo, habiendo cumplido su misión.

No alcanza a mirar a la mujer que pasa junto a su ventana y asoma curiosa tras los cristales, y luego sigue de largo hasta la plaza, con bolsas a cuestas donde guarda sus mercancías; bajo el canto de aves ocultas se instala en el mundo para encontrarse, para renovar la vida en la esperanza del nuevo día. Pasa allí las lentas horas, con paciencia atiende a los clientes que asoman por su puesto, pero de vez en vez se distrae; alejada de sus creaciones piensa en lo que habrá más allá, tras las montañas donde el sol se esconde, en los lugares donde viven los paseantes de piel clara, con gafas sobre el azul celeste. Recuerda al hombre borracho que vio por la ventana, dormido como todos los días, que cada tres semanas viaja a la ciudad a atender negocios, y a cuya casa asoman también los turistas preguntando por el poeta.

Al otro lado de la calle mira pasar al anciano del día anterior, más terco que el burro que monta, sale cada mañana a vender sus vasijas, aunque todos saben que no tiene necesidad, sus hijos velan por él sin descanso.
***

Suena el despertador y él salta de la cama,  desorientado, todavía sumido en el sueño donde besa a la mujer amada, cuyos labios desaparecen sin aviso, y queda solamente una habitación vacía, un destello colado por las cortinas, y el terror de una ciudad siempre hambrienta, falta de ternura, dios impasible que le condena a vivir deprisa.

Con la sensación de ir siempre tarde abate la distancia hasta el trabajo, cambia su nombre por un número, su libertad por un reporte; cuando al fin marcan la hora de ir a casa, su cuerpo marchito apenas se mueve, tropieza con cada objeto y vomita la hipocresía frente al elevador. De regreso observa los autos a todo motor, los altos edificios interminables, piensa en sus amigos y retrocede hasta la última reunión, meses atrás, y desde entonces la misma película sin parar: la alarma, el sol, el trabajo, siempre la prisa, el vacío de ver perecer su alegría, y el crudo susurro de no saber a dónde huir.

Hay días en que no se reconoce; a pesar de contemplar su sombra en todos los lugares sospecha que algo no encaja, tal vez sus padres lo cambiaron cuando niño, o se perdió alguna ocasión de regreso a casa; mira sus manos moverse, la boca hablar palabras que no son suyas, y recuerda al apóstol cuando denuncia la disyuntiva entre la mente y la carne. Pero no es el apóstol ni otro nombre conocido, él apenas sobrevive las estaciones, hastiado ya de ver siempre las mismas calles, de tropezar en el mismo lugar cada día, y sobre todo, de llegar siempre tarde: al trabajo, a la casa y a su propia vida.

Miles de historias de suceden por todo el mundo, chocan, se estrellan, se deslizan suave o toscamente; desde el sofá de su casa escucha los gritos en la pared, rutina de todas las mañanas y noches, acostumbrado ya a los pasos abriendo la puerta, las preguntas insinuantes, y luego la voz más alta, más todavía, hasta que aquello se convierte en gritos y furia por toda la habitación. Después, sordo y lento sollozo nocturno, adivina los gestos, los pensamientos fríos cuando el hogar no es refugio; y él sigue en silencio, piensa que podría ser su caso también, si no fuera porque a su casa nadie entra, porque a su vida nadie más asoma y no hay más compañía que el televisor encendido y una taza de café en su mano.

Sabe de su soledad, de la triste historia de su vecina, adivina que más allá habrá alguien feliz, alguien acompañado, alguien que no sabe si este será su último día. Sabe también que su historia es apenas un grano de arena en el desierto, pero es lo único suyo, lo demás apenas un susurro inaudible, un destello, una mirada repentina en la calle, para luego seguir el camino sin voltear.