Polvo






Soy apenas un trozo de polvo,
una mancha que se borra al caer la tarde,
pero busco la comprensión
de no sé qué cosas,
la atención de los reflectores
y de las nubes.
Volveré a la tierra de donde
logré escapar un día,
pero mis manos han de ir vacías,
y todos los recuerdos se perderán también:
viajarán sin retorno a los infinitos
laberintos del olvido.

Soy una polvareda que sube tras
la estampida de locos buscando paz;
los minutos de espera que jamás vuelven;
la palabra atada a un sentimiento
a punto de explotar;
soy un fragmento de desvelo apenas,
polvo que cubre los muebles
abandonados tras la muerte.

Soy un trozo de nada,
de carne y anhelos perdidos,
que lucho por comprender el ritmo
de los latidos dentro del
cuerpo de lodo y cenizas.
Soy apenas un trozo de polvo,
una mancha que renace cada amanecer.


Una estatua rota





La analogía mejor expuesta
para este dolor de pecho;
erigida a la luz de todas las pupilas,
alzada entre escombros y recuerdos.

Matizada en colores opacos ya,
ignorada y fúnebre: una estatua rota.
Este barco que jamás zarpó,
y esta desdicha que corroe;
un lamento disfrazado,
y un grito ascendiendo como cohete.

Fuego consumido, humo;
inalcanzable meta, fracaso sin parangón.
Rota está, el fiero golpe de
una nación la ha herido.

Estatua impasible, nunca más;
encarnaste la esperanza del mañana,
pero hoy, ¡hoy!, yaces rota sin consuelo.
Niebla, ruido y desolación.
Cristales que no reflejan. Encierros. Entierros.

La dicha no alcanza para sanar,
y alrededor las flores se han secado;
te rodeas de aire, de hierba y de bancos de madera,
pero tú estás rota.

Representas la educación de mi patria,
de la tuya, pero tus pies han sido lacerados.
Golpes de la vida, del hombre;
has muerto, sí, ¡has muerto!
Aunque te llamaron inmortal,
y te llamaron gratuita y laica,
te llamaste… y ya no estás.

Más allá todavía se oye el eco,
pero todo es gris.
En el lugar donde los vehículos
giran a la derecha, huyendo del crimen,
y del otro lado pasan los transeúntes,
nadie será capaz de detenerse,
no habrá manos que te reparen.

Tu desdicha expuesta,
tus metas destrozadas; niño estatua,
madre-maestra amorosa, fiel y adornada,
dulce niña de mi llanto,
tu suave color se difumina.

La noche habrá sido testigo,
mas nadie alza su voz;
cómplices de esta impune atrocidad,
pero ¿quién ha sido el perdedor?
«Es que yo no hago mal a nadie».

Tu voz ya se aleja, y allá va, allá va;
los rostros se giran, mirando hacia adentro;
Funerales silenciosos. Luto, luto aquí.
Y no es noticia: un niño ha sido herido, pero eso no importa.

Acaso no tengas carne ni huesos,
y seas de un metal que nadie conoce.
Hoy estás rota, estatua de niño;
homenaje a la educación, culto invisible.

Preguntaría en toda la ciudad,
por si algun testigo ha quedado,
mas nadie escucha: nadie tiene ojos.
Hasta abajo va, hasta el fondo;
«limpia y amable», pero ha destrozado
su cuna, y su única esperanza;
se ha hundido en silencio mortal.

Por el norte y por el sur,
por cada rincón se puede ver:
rastros y vidrios rotos,
pero más fácil resulta huir, más todo.

El rumor que no cunde,
porque el cielo se torna rojo,
y más todavía porque el suelo es negro,
como las almas.
Alguien ha roto una estatua
de bronce o de oro o de cobre;
ninguno reclama, ninguno se ofende,
los dioses exigen sangre.

Aquí y allá van, corriendo todos como bueyes,
¡pero no es noticia!, y es día hábil,
vamos todos a cumplir.

Allá estás, y los autos siguen girando a la derecha,
y los caminantes pasan todavía con la vista al río,
mientras en aquel centro,
en la plaza aquella del homenaje a la educación
hay una mujer con dos niños,
que lloran sin consuelo por una estatua rota.