No voy a conquistar el mundo. Jamás. En
mis planes nada hay. Es una lista en blanco. Tanto es así, que comienzo a
escribir este poema sin tener idea de cómo será. Ni siquiera sé si es un poema.
Pese a todo, hay un algo, que no es lo mismo que la nada. Un punto en lo más
lejano de la existencia, que quizá haya muerto hace millones de años como las
estrellas; sin embargo, basta para infundir un deseo en el interior de cierto
insulso personaje, y para incitarlo a vivir por él, para él. No sé para qué
vivo, pero tampoco creo estar muerto. Entonces soy. Y algo ha de suceder, lo sé
y no sé cómo. Cada vez ansío más de lo
desconocido, cada vez más anhelo asir con estas manos lo indefinible; o quizá
atraparlo con los ojos, con la boca, con el alma. No mueran los artistas, sino
sean reyes para siempre. Una vez, y otra más, que el mundo sea volcado por
locos, y en sus vueltas genere más y más arte. Como una esfera de nieve que se
agita, así sea esta infame Tierra. No muramos «muéramos». Pareciera —en
ocasiones— que todo pierde el sentido, pero en el fondo, en la lejanía como
aquel punto abstracto y radiante, siempre
ha de haber algo que perseguir. Se habla de ideales, de metas, de
objetivos y demás cosas; más bien diría que es el arte, y que a su vez, es
concebido por nosotros mismos. Nos perseguimos. Anhelo alcanzar ese yo que es
capaz de crear. Fluir como agua sin barreras, libre, libre, libre de todo, de
mí y de ti. Superar todo lo terrenal y
lo abyecto, en una búsqueda por la luz que se esconde en el fondo del ser. Me
encontrarás absorto, contemplando cómo late mi corazón en calma.