Los veo correr








Allá van mis jóvenes y mis niños,
corren deprisa y avanzan con diligencia,
pero me temo que han errado el camino.
En medio de la multitud veo surgir clamores y gritos de euforia,
pero se han desviado,
y alzo la voz para advertirles, mas nadie escucha.
Allá van cruzando umbrales,
envueltos en mantas de egoísmo,
en ropas de traición.
Mi generación y las siguientes vagan sin rumbo;
mis niños no saben ya lo que significa el respeto,
no conocen los insectos,
ni saben lo que implica regresar a casa lleno de lodo,
¡no! Ellos saben de pantallas:
de iPad, de laptop, de iPhone, de Smart Tv.
En los rincones más profundos quedan rezagados los viejos juguetes;
todos dicen que es una nueva generación,
que cada una es diferente,
pero, ¿a dónde se dirigen?
¿Qué será de mis pequeños?
Mis niños son emperadores diminutos,
son jefes de hogar,
son reyes con coronas de berrinches,
son manchas de sangre en la espalda de los padres;
tal vez sean amor incondicional,
ternura desmedida,
pero ronda todavía misma pregunta: ¿a dónde van?
Gestando una ola de personas que no sabrá ni escribir ni cuestionar,
tan solo asentir con la cabeza sin mirar a los ojos,
un mundo de seres atados a la nada, a la estupidez y al morbo.
Los veo ir con grandes pasos,
y en el camino se empujan unos a otros
 porque todos desean ser el primero,
¿el primero en qué? No sé si saben lo que significa la libertad,
pero creen tenerla cuando le gritan a sus padres,
al hacer chantajes para conseguir lo que quieren,
son los reyes del universo y más allá, más allá.
Todavía no sé la respuesta,
por eso mi pregunta se repite una y otra vez hasta el fastidio,
pero nadie escucha ya.
Mis pequeños ángeles, pobres de ellos,
no quisieron lidiar con su niñez,
les reemplazaron el cariño por un regalo caro,
por un programa de televisión, por una guardería;
es que papá y mamá están muy ocupados;
es que… es que… es que mis niños no conocen las escondidas,
ni el un-dos -tres,
ni la rayuela ni trompos ni baleros,
¿Qué es eso? ¿No tiene botones? ¡No!
Por un sendero escabroso viajan a tientas, y yo pregunto
¿A dónde van?
Todos los niños sin alas, sin ojos y sin oídos;
pero no te atrevas a criticarlos,
porque serás procesado
y nada aplacará su furia incontenible.

Y más adelante veo a mis jóvenes,
no rompan más mi maltrecho corazón,
no corran por favor;
mis jóvenes han muerto,
como lo dice Vallejo, o tal vez Neruda, o Borges,
pero eso no les importa, no hace reír, no entretiene.
Para mis queridos, que son mis compañeros,
mis amigos, que son yo mismo,
y aquí reside también mi problema,
que me atrapa entre sus negras garras.
Los veo hundirse, con sus pies atorados en pantanos de vicios;
mis jóvenes ya no quieren saber del esfuerzo y la dedicación,
ellos quieren beber alcohol y fumar tabaco;
no hay mayor agonía que la espera de un fin de semana
para desahogar las penas que causa una universidad que odiamos,
unos padres que no comprenden,
una ciudad llena de humo y de basura,
de humanos detestables;
no hay mejor remedio que la fiesta y el desorden,
y el pasar las horas metidos en un mundo
sin escrúpulos gobernado por la Internet;
mis jóvenes ya no conocen la poesía,
es que no es cool,
es que eso de nerds,
de intelectuales,
es que yo quiero disfrutar mi juventud y salir con mis amigos.
Porque la vida ya no es escuela-casa y viceversa,
y tampoco es necesario ver a las personas para establecer vínculos:
mis amigos están en Facebook, en Whatsapp, en Twidiotez;
mis jóvenes no han visto ya las estrellas,
ellos saben de frases graciosas, de GIF´s, de memes, de chismes.
Son la fuerza, la tienen, pero no les interesa, no nos interesa.
Queremos fiesta, queremos pecado, sabemos de engaños,
de decir «te amo» en cinco conversaciones a la vez,
de conocer a alguien y proponerle sexo sin saber
a qué se dedica o qué cosas le agradan.
Mis jóvenes conocen más la obsesión que el amor,
el «todo-lo-tolero-porque-lo/la-amo»,
el «no lo vuelvo a hacer»,
¡Lo volveré a hacer porque soy el más fiera!
Qué manera de vivir, o de perder, como diría Vicente.
Les hablo con todo mi cariño,
y pongo todo de mí para comprenderlos,
pero pregunto ¿A dónde van?
No conocen el arte, más que como sufijo:
emborrach-arte, drog-arte, pele-arte, engañ-arte.
Y no es rencor ni envidia,
acaso yo sea el peor de todos,
acaso soy el único sin salvación posible,
pero es que no sé el rumbo.
La medida del propio amor graduada en botones presionados,
y el orgullo traducido en perder amistades,
en un «Yo-no-le-ruego-a-nadie».
¿Qué sueños tienes, «maifrén»? Pero mi amigo el Píter
anda bien «caido» porque su ruca lo engañó con su ex;
pero la vecina de enfrente salió embarazada
y ahora ya nadie le habla;
por qué van las cosas de este modo,
no atino a entenderlo.
¿Y los padres? Acaso vaguen por ahí,
acaso tengan ideas equivocadas,
o tal vez sean los mejores del mundo,
pero es que mis jóvenes corren sin rumbo, 
y no son el futuro: ¡son el presente!
Tan tuyo y tan mío, pero lo desperdiciamos.
Amistades y amores que van y vienen como el viento;
los veo concluir carreras universitarias que detestan,
barcos sin velas ni timón;
los veo seguir modas absurdas,
porque es lo que el mundo les ofrece,
y en su interior nada hay para combatirlo;
el vaso vacío se llena también con polvo.
Pero ¿a dónde van?
Saben de bares, de marcas caras,
de mucho y de la nada,
una eterna y sublime nada.
Qué bueno sería que estas letras se clavaran en su pecho,
y que cuando menos les hicieran pensar un poco;
pero no, ellos ven un poema y dicen:
«¡Ala, qué bonito!», y se acaba el corrido,
porque el interés no da para más.
Los veo correr, a mis jóvenes y mis niños,
y yo no sé cómo advertirles que el camino es otro,
a tropezones y dejando rastros difusos en los caminos, 
avanzan sin distinguir el rumbo de sus pasos,
mientras me sigo preguntando: ¿a dónde van?
Los veo correr deprisa,
secando su llanto con máscaras,
andar el sendero,
arrastrando el mundo entero sobre sus almas.