El despertar

 Pienso por ejemplo en Penny, cuando le dice a Leonard que, últimamente, siente que la da por hecho, como si ya no tuviera que procurar esa relación por tenerla ya a su alcance. Y por el otro lado está Rafael Lechowski, con su "amar lo que ya es tuyo", tan cierto, tan sencillo y al mismo tiempo tan olvidado; algo hay, seguramente, porque caemos una y otra vez en ese pozo tan absurdo, olvidamos al buen Porta con el "aprecia lo que tienes..." y entonces no lo apreciamos, asumimos que las cosas y personas han estado allí y estarán sin importar lo que suceda. Cuántos padres, cuántos hijos esforzados, cuántos amaneceres, amigos sinceros, consejos prudentes se pierden ante el velo de lo evidente, ante el "yo no te pedí que lo hicieras", el "ya sabes que yo también"; cuántos días malgastados con la mirada puesta en lo inalcanzable, en la gloria del vecino y del artista, del influenciador que nos mete por los sentidos que esos debemos ser nosotros también, y que sin eso nada merecemos. Y por supuesto que no hay condena en desear un mayor bienestar, tanto propio como ajeno, pero sí hay pena cuando por aspirar visceralmente la cima menospreciamos lo cercano, el tacto, el beso, la mano en el hombro cuando las horas bajas. Esto, por supuesto, Frank, bien lo sabes, pero mira que aquí en el planeta se nos va de las manos como un cometa rebelde, como una palabra traviesa; se va, se marcha, escapa del alma como un suspiro y se pierde en la nada, entre las nubes de un cielo adormecido.

Sepultura

 


Estoy aquí en la mañana de otoño

procurando hallar el camino,

descubrir los detalles mínimos

donde se auguraba este destino.

Al fin de cuentas sé que nada importa,

a lo ocurrido no se le hace volver;

cuando miremos nuestros rostros de nuevo,

sabremos lo que ha pasado,

las marcas imborrables del tiempo.

Por eso se asombra mi voz al no llamarte,

al mirar pasar los días sin que la oscura bestia

asome la ventana y entre las campanadas asumo lo evidente,

esa brusca realidad en que el olvido nos apresa

con sus garras y somos un murmullo solamente,

una flor marchita que se lleva el viento.

Por eso también me desentiendo de la noche estrellada

y vago las horas de un año tan terrible,

convencido ya de que alguna eternidad

se asoma al final del túnel,

de que espera todavía un nuevo viaje al más allá.

Paso tras paso atravieso el duelo de la ausencia,

el despertar y luchar ante el espejo

por las preguntas sin respuesta

y mentirme para sobrevivir

y lanzarme una vez más al mar de fuego,

de la incertidumbre royéndome las entrañas

hasta yacer moribundo atado al volcán,

hundirme sin remedio en un engaño como antídoto,

como la cabaña ante la lluvia incesante,

con todos los verbos acechando el camino de regreso,

la temeraria búsqueda de un destino ya perdido,

roto bajo la luna decembrina,

sellado bajo luces artificiales

y llevado al último naufragio.

Quiero decir que estoy sepultando

todas las versiones de mi historia,

que vuelvo a escribir la terrible caída

ante un abismo inolvidable;

decir que siempre hay una sombra al caminar,

un paso en falso para volver a mirarnos

en los charcos y los edificios,

para creer falsamente ver viejos rostros

al atravesar una ciudad inundada.

Quise entonces decir todo lo inevitable,

envolver en el llanto un futuro fugaz,

 unas calles empolvadas

y una silueta alejándose un día domingo,

un día de luto por los caídos en guerra,

por los que no tienen tumba,

los que tuvieron el mismo nombre

y nunca se conocieron,

por el anhelo que siempre se nos muere

al aceptar alguna realidad insaciable,

al chocar de frente con el rotundo olvido,

la pesadez, el absurdo de lanzar aviones de papel. 

Una de esas

Esta es una de las noches en que no me apetece escribir, 

en que pudiera simplemente tirarme a la cama y jamás despertar, 

soñar los campos del sur y recorrer sin prisa los valles polvorientos. 

Es la vida un juego de azar donde se apuesta el corazón, 

donde cada latido corre grave riesgo, 

y no bastan las intenciones para dar remedio; 

en el momento menos pensado, un barco llegará a la plaza, 

hará sonar las bocinas y el mundo perderá el curso; 

un barco como el futuro apostado en altamar, 

mirando el reloj para lanzarse a guerras perdidas. 

Esta es una de esas eternas noches 

donde alguna esperanza se me escapa 

y debo buscarla en el océano profundo o la alta montaña; 

y si la encuentro, si por alguna asombrosa razón la encuentro, 

esta será también una de esas noches en que me asomo a la ventana, 

y contemplo la vida respirando.

Megalomanía

 

Esta noche cuento lo que ya no es, 

lo que no será ya nunca más, 

manchas en la memoria, indescifrables, 

huidizos retazos de historia. 

Esta noche como todas, 

esconde secretos de batallas ganadas, 

de guerras perdidas en el ancho mar, 

un torrente de risas pendientes. 

La vida —quién se atreve a sonreírle— 

traza a ciegas el rumbo de los hombres,

 enjaulados muñecos de trapo, 

cegados por la prisa de este siglo. 

Cuento aquello herido por el viento: 

sueños, delirios de gloria, 

el cuerpo entero, el alma temerosa. 

Estoy entonces colgando de algún árbol 

sin comprender la férrea intención de saltar, 

de cruzar la nada en un segundo, 

portal de asombro apenas insinuado. 

Y así, interminable, se prolonga la caída,

 los rasguños en las paredes y al final el golpe seco, 

certero, contra el suelo ambicioso que todo lo corrompe.

Predicciones


¿Bajo cuáles circunstancias ha de encontrarme la muerte?

¿Nos busca ella o nosotros tocamos a su puerta?

Este pasillo oscuro de cuadros antiguos ha de ser,

si no un hospital, una morgue,

y tras las paredes yacerán cuerpos inertes,

sollozantes, como un aeropuerto al más allá.

Algunos afirman que hay un ángel para cada ciudad,

en cuyos hombros pesan los pecados y virtudes de sus habitantes,

¿podrán, pues, los ángeles amar a sus protegidos?

¿Cumplen solamente con su trabajo?,

al fondo ruegan los santos por el destino del mundo,

un minuto más, un soplo de buenos vientos sobre la faz,

para atar las puertas y ventanas,

esconder los tesoros bajo la ropa

y enumeras las frases más elocuentes.

¿En cuál hora ha de asomarse la peste?

Cielo añil, plomada pasmosa,

rugido desde el horizonte hasta la chimenea;

asusta lo desconocido,

aterra lo presente,

la mano que arroja la piedra y al siguiente instante abraza;

en este vagón de agua sucia suenan los altavoces,

los perdidos añoran el hogar,

se buscan a sí mismos para aconsejar el camino,

engañados, sin embargo, por las drogas de la ciencia.

En el carrusel vemos girar la vida,

partida en leves trozos,

siempre con la mirada en el futuro,

azotada por el fantasma de lo urgente,

moneda sin valor,

caída en alcantarillas,

perdida sin remedio,

¿cómo hallar lo que ya no existe?

Buscamos gloria y virtud,

los poderes que nos venden como ciertos,

pero tras la puerta acecha la noche de oscuras fauces,

dispuesta a devorar los deseos,

las palabras escondidas bajo la almohada;

afuera solamente corre el agua sucia y agitada,

el tic tac de la muerte y la peste,

columpio en que se mecen todas las vidas que no alcanzaremos.

Prehistoria

 





Después de este verso
quemaré la mitad de mi vida,
arderá la hoguera que alumbre
el resto del camino.
Cuando pase esta noche
ya ninguno tendrá el mismo nombre,
y al cruzarse en el mundo no se reconocerán;
al final de esta línea el tiempo se reinicia,
cae una gota lentamente,
cae sin remedio en el vaso colmado
y se estrella y salpica la noche
mientras la luna bosteza el cielo abierto.
Se estrella contra la realidad inasible,
el desencuentro de la ilusión,
la brusca rebelión de los sueños,
el insaciable abismo
que nos invade los momentos de calma.

Manto estrellado




Podría esta noche dormir en cualquier lugar del mundo,
descubierto al fin forastero incorregible,
incapaz del reposo bajo el techo del hogar sagrado.
Puede ser esta noche o puede también ser
cualquiera de todas las noches del mundo,
habré de sentarme en la madrugada
con la sensación de que hago algo importante,
y escribiré sobre las posibilidades
de mirar mi rostro en un charco,
y sobre lo difícil que resulta adivinar las miradas furtivas;
pero no sé cuál momento será,
inhóspito, salvaje,
me ciñe el pesado bulto siempre onírico,
y caigo al vacío y comprendo que ese momento no será hoy.

Leve anhelo





Quisiera drenar los lastres de mi vida,
escribir como quien consulta el alma
y venda las heridas por la guerra,
ataca los invasores de su reino;
pero no sé ni para qué escribo,
invento propósitos y misiones divinas,
grandes gestas literarias que no logro comprender siquiera;
mi caminar es apenas un silbo imperceptible,
paja arrastrada por el viento,
fugitiva, incapaz de abrir los ojos
y elegir el sitio donde morir.


Atardecer





Las hojas me rozan con el resto de su tiempo,caen desde los árboles de la primavera,
y prestas llevan mensajes invernales a las calles de la ciudad.
Siempre hay un rumor oculto entre la bruma citadina,
y siempre suena el río plagado de piedras y basura;
atrae la mirada de curiosos
mientras recorren el mismo camino de las hojas,
tratando de entender los mensajes del futuro temeroso.
La escena da siempre el mismo giro
y alguien pierde la sonrisa,
agotado por la falsedad y las luces artificiales,
que no logran guiar a buen puerto.
De camino al corazón todos hemos llorado en silencio,
sospechando apenas que esta tarde el otoño tomará sus maletas secas,
y quedaremos desamparados entre las calles,
atrapados entre el frío bajo el pecho,
y la brisa que arrastra la esperanza.

Caravana

En una calle de cierto pueblo ha ocurrido una desgracia: en el suelo yace una triste figura ancestral, la ropa empolvada y por todos lados vasijas y utensilios de barro y mimbre. Alrededor se han reunido espectadores indecisos, que casi en silencio observan al anciano incorporarse, tomar su sombrero y levantar una por una sus cosas; al fin todos se animan y le ayudan a reponerse y seguir su camino. Más arriba un sol de atardecer observa la escena, queda meditabundo mientras se inclina suavemente hacia las montañas.

Cae la noche sobre la humanidad, y en una pequeña habitación, única luz en todo el pueblo, un hombre traza líneas sobre la mesa; se le puede ver el cansancio bajo los ojos, la mirada sumisa ya, pero prosigue en su labor silenciosa. Pensará acaso que en ello le va la vida, o puede que escriba cartas importantes, o cándidos poemas de amor. El alba trae por fin el sueño a su cuerpo, y la luna lo ve partir a los laberintos del reposo, habiendo cumplido su misión.

No alcanza a mirar a la mujer que pasa junto a su ventana y asoma curiosa tras los cristales, y luego sigue de largo hasta la plaza, con bolsas a cuestas donde guarda sus mercancías; bajo el canto de aves ocultas se instala en el mundo para encontrarse, para renovar la vida en la esperanza del nuevo día. Pasa allí las lentas horas, con paciencia atiende a los clientes que asoman por su puesto, pero de vez en vez se distrae; alejada de sus creaciones piensa en lo que habrá más allá, tras las montañas donde el sol se esconde, en los lugares donde viven los paseantes de piel clara, con gafas sobre el azul celeste. Recuerda al hombre borracho que vio por la ventana, dormido como todos los días, que cada tres semanas viaja a la ciudad a atender negocios, y a cuya casa asoman también los turistas preguntando por el poeta.

Al otro lado de la calle mira pasar al anciano del día anterior, más terco que el burro que monta, sale cada mañana a vender sus vasijas, aunque todos saben que no tiene necesidad, sus hijos velan por él sin descanso.
***

Suena el despertador y él salta de la cama,  desorientado, todavía sumido en el sueño donde besa a la mujer amada, cuyos labios desaparecen sin aviso, y queda solamente una habitación vacía, un destello colado por las cortinas, y el terror de una ciudad siempre hambrienta, falta de ternura, dios impasible que le condena a vivir deprisa.

Con la sensación de ir siempre tarde abate la distancia hasta el trabajo, cambia su nombre por un número, su libertad por un reporte; cuando al fin marcan la hora de ir a casa, su cuerpo marchito apenas se mueve, tropieza con cada objeto y vomita la hipocresía frente al elevador. De regreso observa los autos a todo motor, los altos edificios interminables, piensa en sus amigos y retrocede hasta la última reunión, meses atrás, y desde entonces la misma película sin parar: la alarma, el sol, el trabajo, siempre la prisa, el vacío de ver perecer su alegría, y el crudo susurro de no saber a dónde huir.

Hay días en que no se reconoce; a pesar de contemplar su sombra en todos los lugares sospecha que algo no encaja, tal vez sus padres lo cambiaron cuando niño, o se perdió alguna ocasión de regreso a casa; mira sus manos moverse, la boca hablar palabras que no son suyas, y recuerda al apóstol cuando denuncia la disyuntiva entre la mente y la carne. Pero no es el apóstol ni otro nombre conocido, él apenas sobrevive las estaciones, hastiado ya de ver siempre las mismas calles, de tropezar en el mismo lugar cada día, y sobre todo, de llegar siempre tarde: al trabajo, a la casa y a su propia vida.

Miles de historias de suceden por todo el mundo, chocan, se estrellan, se deslizan suave o toscamente; desde el sofá de su casa escucha los gritos en la pared, rutina de todas las mañanas y noches, acostumbrado ya a los pasos abriendo la puerta, las preguntas insinuantes, y luego la voz más alta, más todavía, hasta que aquello se convierte en gritos y furia por toda la habitación. Después, sordo y lento sollozo nocturno, adivina los gestos, los pensamientos fríos cuando el hogar no es refugio; y él sigue en silencio, piensa que podría ser su caso también, si no fuera porque a su casa nadie entra, porque a su vida nadie más asoma y no hay más compañía que el televisor encendido y una taza de café en su mano.

Sabe de su soledad, de la triste historia de su vecina, adivina que más allá habrá alguien feliz, alguien acompañado, alguien que no sabe si este será su último día. Sabe también que su historia es apenas un grano de arena en el desierto, pero es lo único suyo, lo demás apenas un susurro inaudible, un destello, una mirada repentina en la calle, para luego seguir el camino sin voltear.

Destello ilusorio


Destello ilusorio

He plantado un árbol en los jardines interiores,
sombra prometida como gota sobre tierra árida.
Anzuelos se lanzan en aguas agitadas,
esperando por presas que no existen todavía.

Árbol al que se ha puesto nombre y acaso fecha,
cuyas raíces se expanden por la noche de los confiados.
Habita una mariposa las ramas bifurcadas,
 sacude cada instante las alas,
lleva por adornos los cascabeles del porvenir.

Este oculto deseo es ancla sobre el pecho apresado,
mustia flor que persigue el rocío;
agitada la vela resiste vientos airados.
Rayos en esta obra caen y alumbran los ojos
para distinguir recuerdos escondidos;
se ha marchado alguna vez,
árbol como espejo mira sus hojas caer suavemente.
Un sueño se ha vertido en interiores jardines,
custodiado camina por prados y avenidas,
que desde las nubes lanzan
leves trozos de arena sobre el cristal del destino.

Los veo correr








Allá van mis jóvenes y mis niños,
corren deprisa y avanzan con diligencia,
pero me temo que han errado el camino.
En medio de la multitud veo surgir clamores y gritos de euforia,
pero se han desviado,
y alzo la voz para advertirles, mas nadie escucha.
Allá van cruzando umbrales,
envueltos en mantas de egoísmo,
en ropas de traición.
Mi generación y las siguientes vagan sin rumbo;
mis niños no saben ya lo que significa el respeto,
no conocen los insectos,
ni saben lo que implica regresar a casa lleno de lodo,
¡no! Ellos saben de pantallas:
de iPad, de laptop, de iPhone, de Smart Tv.
En los rincones más profundos quedan rezagados los viejos juguetes;
todos dicen que es una nueva generación,
que cada una es diferente,
pero, ¿a dónde se dirigen?
¿Qué será de mis pequeños?
Mis niños son emperadores diminutos,
son jefes de hogar,
son reyes con coronas de berrinches,
son manchas de sangre en la espalda de los padres;
tal vez sean amor incondicional,
ternura desmedida,
pero ronda todavía misma pregunta: ¿a dónde van?
Gestando una ola de personas que no sabrá ni escribir ni cuestionar,
tan solo asentir con la cabeza sin mirar a los ojos,
un mundo de seres atados a la nada, a la estupidez y al morbo.
Los veo ir con grandes pasos,
y en el camino se empujan unos a otros
 porque todos desean ser el primero,
¿el primero en qué? No sé si saben lo que significa la libertad,
pero creen tenerla cuando le gritan a sus padres,
al hacer chantajes para conseguir lo que quieren,
son los reyes del universo y más allá, más allá.
Todavía no sé la respuesta,
por eso mi pregunta se repite una y otra vez hasta el fastidio,
pero nadie escucha ya.
Mis pequeños ángeles, pobres de ellos,
no quisieron lidiar con su niñez,
les reemplazaron el cariño por un regalo caro,
por un programa de televisión, por una guardería;
es que papá y mamá están muy ocupados;
es que… es que… es que mis niños no conocen las escondidas,
ni el un-dos -tres,
ni la rayuela ni trompos ni baleros,
¿Qué es eso? ¿No tiene botones? ¡No!
Por un sendero escabroso viajan a tientas, y yo pregunto
¿A dónde van?
Todos los niños sin alas, sin ojos y sin oídos;
pero no te atrevas a criticarlos,
porque serás procesado
y nada aplacará su furia incontenible.

Y más adelante veo a mis jóvenes,
no rompan más mi maltrecho corazón,
no corran por favor;
mis jóvenes han muerto,
como lo dice Vallejo, o tal vez Neruda, o Borges,
pero eso no les importa, no hace reír, no entretiene.
Para mis queridos, que son mis compañeros,
mis amigos, que son yo mismo,
y aquí reside también mi problema,
que me atrapa entre sus negras garras.
Los veo hundirse, con sus pies atorados en pantanos de vicios;
mis jóvenes ya no quieren saber del esfuerzo y la dedicación,
ellos quieren beber alcohol y fumar tabaco;
no hay mayor agonía que la espera de un fin de semana
para desahogar las penas que causa una universidad que odiamos,
unos padres que no comprenden,
una ciudad llena de humo y de basura,
de humanos detestables;
no hay mejor remedio que la fiesta y el desorden,
y el pasar las horas metidos en un mundo
sin escrúpulos gobernado por la Internet;
mis jóvenes ya no conocen la poesía,
es que no es cool,
es que eso de nerds,
de intelectuales,
es que yo quiero disfrutar mi juventud y salir con mis amigos.
Porque la vida ya no es escuela-casa y viceversa,
y tampoco es necesario ver a las personas para establecer vínculos:
mis amigos están en Facebook, en Whatsapp, en Twidiotez;
mis jóvenes no han visto ya las estrellas,
ellos saben de frases graciosas, de GIF´s, de memes, de chismes.
Son la fuerza, la tienen, pero no les interesa, no nos interesa.
Queremos fiesta, queremos pecado, sabemos de engaños,
de decir «te amo» en cinco conversaciones a la vez,
de conocer a alguien y proponerle sexo sin saber
a qué se dedica o qué cosas le agradan.
Mis jóvenes conocen más la obsesión que el amor,
el «todo-lo-tolero-porque-lo/la-amo»,
el «no lo vuelvo a hacer»,
¡Lo volveré a hacer porque soy el más fiera!
Qué manera de vivir, o de perder, como diría Vicente.
Les hablo con todo mi cariño,
y pongo todo de mí para comprenderlos,
pero pregunto ¿A dónde van?
No conocen el arte, más que como sufijo:
emborrach-arte, drog-arte, pele-arte, engañ-arte.
Y no es rencor ni envidia,
acaso yo sea el peor de todos,
acaso soy el único sin salvación posible,
pero es que no sé el rumbo.
La medida del propio amor graduada en botones presionados,
y el orgullo traducido en perder amistades,
en un «Yo-no-le-ruego-a-nadie».
¿Qué sueños tienes, «maifrén»? Pero mi amigo el Píter
anda bien «caido» porque su ruca lo engañó con su ex;
pero la vecina de enfrente salió embarazada
y ahora ya nadie le habla;
por qué van las cosas de este modo,
no atino a entenderlo.
¿Y los padres? Acaso vaguen por ahí,
acaso tengan ideas equivocadas,
o tal vez sean los mejores del mundo,
pero es que mis jóvenes corren sin rumbo, 
y no son el futuro: ¡son el presente!
Tan tuyo y tan mío, pero lo desperdiciamos.
Amistades y amores que van y vienen como el viento;
los veo concluir carreras universitarias que detestan,
barcos sin velas ni timón;
los veo seguir modas absurdas,
porque es lo que el mundo les ofrece,
y en su interior nada hay para combatirlo;
el vaso vacío se llena también con polvo.
Pero ¿a dónde van?
Saben de bares, de marcas caras,
de mucho y de la nada,
una eterna y sublime nada.
Qué bueno sería que estas letras se clavaran en su pecho,
y que cuando menos les hicieran pensar un poco;
pero no, ellos ven un poema y dicen:
«¡Ala, qué bonito!», y se acaba el corrido,
porque el interés no da para más.
Los veo correr, a mis jóvenes y mis niños,
y yo no sé cómo advertirles que el camino es otro,
a tropezones y dejando rastros difusos en los caminos, 
avanzan sin distinguir el rumbo de sus pasos,
mientras me sigo preguntando: ¿a dónde van?
Los veo correr deprisa,
secando su llanto con máscaras,
andar el sendero,
arrastrando el mundo entero sobre sus almas.