En una calle de cierto pueblo ha ocurrido una desgracia: en el suelo yace una triste figura ancestral, la ropa empolvada y por todos lados vasijas y utensilios de barro y mimbre. Alrededor se han reunido espectadores indecisos, que en silencio observan al anciano incorporarse, tomar su sombrero y levantar una por una sus cosas; finalmente se deciden y le ayudan a reponerse y seguir su camino. Más arriba un sol de atardecer observa la escena, queda meditabundo mientras se inclina suavemente hacia las montañas.
Cae la noche sobre la humanidad y en
una pequeña habitación, única luz en todo el pueblo, un hombre traza líneas
sobre la mesa; se le puede ver el cansancio bajo los ojos, la mirada sumisa ya,
pero prosigue en su labor silenciosa. Pensará acaso que en ello le va la vida,
o puede que escriba cartas importantes, o cándidos poemas de amor. El alba trae
por fin el sueño a su cuerpo, y la luna lo ve partir a los laberintos del
reposo, habiendo cumplido su misión.
No alcanza a mirar a la mujer que
pasa junto a su ventana y asoma curiosa tras los cristales, y luego sigue de
largo hasta la plaza, con bolsas a cuestas donde guarda sus mercancías; bajo el
canto de aves ocultas se instala en el mundo para encontrarse, para renovar la
vida en la esperanza del nuevo día. Pasa allí las lentas horas, con paciencia
atiende a los clientes que asoman por su puesto, pero de vez en vez se distrae;
alejada de sus creaciones piensa en lo que habrá más allá, tras las montañas
donde el sol se esconde, en los lugares donde viven los paseantes de piel
clara, con gafas sobre el azul celeste. Recuerda al hombre borracho que vio por
la ventana, dormido como todos los días, que cada tres semanas viaja a la
ciudad a atender negocios, y a cuya casa asoman también los turistas
preguntando por el poeta.
Al otro lado de la calle mira pasar
al anciano del día anterior; más terco que el burro que monta, sale cada mañana
a vender sus vasijas, aunque todos saben que no tiene necesidad: sus hijos
velan por él sin descanso.
***
Suena el despertador y salta de la
cama, desorientado, todavía sumido en el
sueño donde besa a la mujer amada, cuyos labios desaparecen sin aviso, y queda
solamente una habitación vacía, un destello colado por las cortinas, y el
terror de una ciudad siempre hambrienta, falta de ternura, dios impasible que
le condena a vivir deprisa. Con la impresión de ir siempre tarde abate la
distancia hasta el trabajo, cambia su nombre por un número, su libertad por un
reporte; cuando al fin marcan la hora de ir a casa, su cuerpo marchito apenas
se mueve, tropieza con cada objeto y vomita la hipocresía frente al elevador.
De regreso observa los autos a todo motor, los altos edificios interminables,
piensa en sus amigos y retrocede hasta la última reunión, varios meses atrás, y
desde entonces la misma película sin parar: la alarma, el sol, el trabajo,
siempre la prisa, el vacío de ver perecer su alegría, y el crudo susurro de no
saber a dónde huir. Hay días en que no se reconoce; a pesar de contemplar su
sombra en todos los lugares sospecha que algo no encaja, tal vez sus padres lo
cambiaron cuando niño, o se perdió alguna ocasión de regreso a casa; mira sus
manos moverse, la boca hablar palabras que no son suyas, y recuerda al apóstol
cuando denuncia la disyuntiva entre la mente y la carne. Pero no es el apóstol
ni otro nombre conocido, él apenas sobrevive las estaciones, hastiado ya de ver
siempre las mismas calles, de tropezar en el mismo lugar cada día, y sobre
todo, de llegar siempre tarde: al trabajo, a la casa y a su propia vida. Miles
de historias se suceden por todo el mundo, chocan, se estrellan, se deslizan
suave o toscamente; desde el sofá de su casa escucha los gritos en la pared,
rutina de todas las mañanas y noches, acostumbrado ya a los pasos abriendo la
puerta, las preguntas insinuantes, y luego la voz más alta, más todavía, hasta
que aquello se convierte en gritos y furia por toda la habitación. Después,
sordo y lento sollozo nocturno. Adivina los gestos, los pensamientos fríos
cuando el hogar no es refugio; y él sigue en silencio, piensa que podría ser su
caso también, si no fuera porque a su casa nadie entra, porque a su vida nadie
más asoma y no hay más compañía que el televisor encendido y una taza de café
en su mano. Sabe de su soledad, de la triste historia de su vecina, adivina que
más allá habrá alguien feliz, alguien acompañado, alguien que no sabe si este
será su último día. Sabe también que su historia es apenas un grano de arena en
el desierto, pero es lo único suyo, lo demás apenas un susurro inaudible, un
destello, una mirada repentina en la calle, para luego seguir el camino sin
voltear.